martes, 7 de abril de 2009

La Iglesia Victoriosa – Parte II

La Iglesia tiene que ejercer triunfo sobre el enemigo y siempre debe estar a la ofensiva. El diablo no debe perseguirle, sino que usted es quien debe perseguir al diablo!". Usted diría: "Bueno, eso se oye muy bien". Sin embargo, la realidad es que no siempre es así. ¿Cómo exactamente vamos a hacer que todo esto suceda? Parece una tarea gigante, pero por fe en Cristo, todas las cosas son posibles (Mr 9:23). La orden de batalla ya fue dada porque Dios nos ha confiado el ministerio de la reconciliación y la palabra de reconciliación (2 Co 5:18, 19). Dios desea que nosotros, los miembros de Su Cuerpo, la Iglesia, reconciliemos a los hombres con Él y para ello nos ha proveído de armas, las cuales “…no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas”. (2 Co 10:3, 4). Esas fortalezas que impiden a la humanidad vivir libres de pecado, maldición y condenación eterna, los prisioneros que procuramos liberar tienen que experimentar un cambio mental.
En esta batalla, como hijos de Dios podemos decir con mucha fe: "Padre celestial, nos movemos en el Nombre de Jesús como guerreros en la batalla contra las barreras de la corrupción y contaminación del pecado en su mente. Ya que estos pensamientos pecaminosos se exaltan a sí mismos contra el conocimiento de Dios, derribamos sus barreras y las demolemos. Hacemos esto para que su mente sea liberada para obedecer a Cristo. Lo hacemos con la autoridad de la Palabra de Dios".
Tenemos que pelear esta batalla, pero antes es vital que pongamos nuestros ojos en la cruz y veamos la derrota de Satanás, luego, debemos movernos hacia el campo de batalla sobre esas bases y pelear siguiendo la dirección del Señor. Nuestra tarea no es orar para que Dios salve a nuestros seres amados que están perdidos, Jesús ya derramó Su sangre para salvarlos y ahora nos ha dado la Palabra y ministerio de reconciliación. Por consiguiente, Salgamos fuera y hagámoslo, Judas nos dice: "A otros salvad, arrebatándolos del fuego…" (Jud 23). Amados, Cristo nos compró con Su propia sangre y le pertenecemos, por la misma norma, todos los hombres son Suyos. Juan dijo que la sangre de Jesús "…es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo" (1 Jn 2:2).

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