lunes, 5 de octubre de 2009

EN EL DESIERTO - ÉXODO 2.15

No es difícil creer que fue Dios mismo el que conmovió el corazón de Moisés frente a la injusticia que sufrían los Israelitas a manos de los Egipcios. La sensibilidad a las cosas espirituales que le habrían impartido sus padres no se había perdido durante los años en la corte del Faraón. No obstante, Moisés no había aprendido aún una lección crucial: los planes de Dios no se pueden implementar con métodos humanos, tal como lo expresó, muchos siglos más tarde, el apóstol Santiago: La ira del hombre no obra la justicia de Dios (1.20)


Para que Moisés pudiera aprender esta valiosa lección, era necesario que fuera a la escuela del desierto. Había en él demasiada confianza en sus propias fuerzas para que le fuera útil a los propósitos del Señor, y Dios debía tratar profundamente con su vida. Allí, pues, pasó largos años. El fuego y el celo que lo habían llevado a asesinar a un hombre lentamente se disiparon y quedó en su lugar la vida tranquila de un pastor de ovejas. Entonces después de un cierto tiempo , Dios volvió a visitarlo para darle la misión de liberar al pueblo de su estado de esclavitud en Egipto. Cuando Moisés quería servirlo, Dios no lo permitió. Y cuando el profeta ya no quería servirlo, Dios se lo exigió. La razón es que Dios no enfoca nuestras acciones , sino la clase de persona que somos.



El gran evangelista Dwigth Moody alguna vez comentó de Moisés: «Durante los primeros 40 años de su vida, el pensó que era una persona importante. Durante los segundos 40 años de su vida, aprendió que en realidad no era nadie. Durante los terceros 40 años de su vida, vio lo que Dios puede hacer con un «nadie». ¡Qué admirable resumen del proceso por el cual llevó el Señor a Moisés!



Esta es una lección que todos debemos aprender. Dios no necesita de nuestros planes, ni de nuestras habilidades, ni de nuestros esfuerzos. Ni siquiera necesita de nuestra pasión, eso es lo que tuvo que descubrir el apóstol Pedro. Lo que necesita es simplemente que nos pongamos en sus manos con todo lo que tenemos, para que él dirija nuestra vida, señalando en el camino las actitudes y el comportamiento que él quiere de nosotros. Esta clase de entrega es la que más le cuesta al ser humano, porque tenemos nuestros propios conceptos acerca de cual es la mejor manera de agradar a Dios.



¡Qué tentador es planificar y luego pedir que Dios bendiga nuestros esfuerzos! Es mucho más difícil esperar en Él, para moverse solamente cuando Él lo manda. No debemos perder de vista, sin embargo, que el hombre o la mujer que vive completamente entregados a Dios, son la herramienta más poderosa que existe para hacer avanzar los proyectos que están en el corazón mismo del Señor. ¡No se apresure!

Ptra. Ronilda de Lladó

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